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miércoles, 5 de octubre de 2011

Gracia de Dios

Quiero compartir con vosotros el e-mail de un amigo, sacerdote en la parroquia donde la semana pasada se cometió un asesinato, un suicidio y se convertía en un paritorio improvisado. Son unas palabras sobrecogedoras que nos alumbra la figura del sacerdote y su cometido en el mundo.

Un abrazo fuerte, Patricia



A todos aquellos que me habéis escrito preguntando cómo estábamos:

La verdad es que hemos pasado una semana, si no traumática, sí con el epitelio de lo emocional en alerta naranja. Ocurrió lo que los medios ya nos han contado. Iván, un hombre trastornado por el alcohol y las drogas, mató a una mujer embarazada, dejó herida a otra y se suicidó ante el altar. Pero los sucesos que se narran como una película de acción, así, como a trompicón de escenas, olvidan los primeros planos, y el verdadero relato descansa en el rostro, como dijo Dreyer.

La Policía ha relatado en su informe que Iván guardaba pequeños papelitos en los que se leía que el diablo lo perseguía, y que pretendía matar a Dios.

Es más que probable que en su trastorno fuera directamente a por un cura y en su camino, hasta cumplir el objetivo, no se encontró más que “obstáculos”. Cuando Iván acabó con su vida, Francisco mostró el rostro del sacerdocio sin la escenificación de las explicaciones teóricas. Se fue directamente a por Iván y le dio la unción de enfermos; se acercó a Rocío, la chica embarazada, y también le dio la unción de enfermos. En cuanto la médico del Samur intervino en aquella cesárea de urgencias, Francisco bautizó al bebé. La respuesta frente al horror no fue una sacudida emocional o una explicación teórica, sino un acto de gracia de Dios.

Quizá hay una figura más inadvertida, de la que apenas los medios han dedicado un par de líneas, y es la de nuestro coadjutor Francisco Santos.

Conmueve la vida de un sacerdote que se olvida de sí, de haber sido el posible blanco de un crimen, para andar atento a regalar la gracia de Dios donde parece imposible. El pasado domingo, después de la misa que yo celebraba, entraron en la sacristía los familiares de Iván, destrozados por no haber sabido ocuparse de él a tiempo, se culpabilizaban de lo ocurrido, apenas acertaban con las palabras. En seguida salió Francisco, los abrazó, les acompañó a que pusieran velas en el altar, “no guardo rencor a tu hermano, ninguno”, y a la que había sido su mujer le dijo, “cuenta conmigo para lo que quieras, tienes un amigo”. Después pidieron una bendición y se marcharon con él. Mi parroquia no se ha convertido para siempre en escenario de un crimen y en paritorio improvisado, sino un lugar donde uno descubre que ser sacerdote es no hacer acepción de contextos, todos son igualmente válidos, poner amor donde hay odio y proponer la serenidad de Dios cuando al hombre le tiemblan las manos.

Javier Alonso Sandoica

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